Edmundo Gutiérrez

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La Niña Blanca en Tepito

Muy temprano se empieza a poblar la calle principal, donde se encuentra el altar de la Niña Blanca. Personajes van y personajes vienen, con ansia de que todos participen. Poco a poco van llegando los fieles, con sus representaciones personales. Muy presentables para la ocasión. Todas son recibidas con un viva y, claro, el riguroso pequeño chorro de mezcalito o el humo de las verdes matas que se les comparte con gran cariño. Todas son llevadas primero al altar y a la bendición de bienvenida con Doña Queta. Ahí, alguno de los fieles deja en el espacio propio veladoras que iluminan, una ambientación de señorío y esperanza. La calle se torna en un ir y venir de parroquianos, con sus niñas en brazos. Se deciden por algún espacio y se instalan, preparando y adornando su pequeño altar temporal. Todos a la espera de que se llegue la hora acordada (al filo de las 17 horas), para al unísono realizar los rezos propios en honor a la señora tentación. Sí. Ella, que constantemente nos invita a seguirla y llevarnos al sueño eterno. Se llena la calle de vítores, en los que llega el momento de que todos la eleven para que sobresalga del resto. Entre plegarias, peticiones y llanto, todo transcurre lentamente, esperando que el festejo nunca termine. Todos mostrando su identidad muy personal, entre vestimentas, peinados y tatuajes. “Este soy yo y nada es igual a mí” o a la representación de la madre eterna que me acompaña. Al concluir los rezos, la ceremonia pasa a ser una gran fiesta en la que se combina la alegría y el fervor propio del mexicano y, en específico, de los fieles tepiteños. La luna despunta ya, entre la bruma del esmog y los altos edificios aledaños. Se cumple una fecha más, donde se rinde honor a la verdad más certera de la vida. Inicia la gran despedida. Todos, poco a poco, se dicen “¡Hasta pronto!”, en un gran abrazo fraternal, físico a simulado. “Nos veremos pronto, al siguiente primero del mes”. (Si es que la Niña Blanca no decide que sea antes.)

Entre toda esta ambientación pura de folklor, fervor y cotidianidad, entra la condición furtiva del cazador fotográfico. Ese que espera el mejor instante para captar un momento de esa realidad. No sólo es captar los elementos propios de ese día, que son la Niña Blanca en sus diversas expresiones o representaciones. Es buscar pacientemente la coincidencia con los actores vivos del fervor y los componentes característicos. Además del entorno que da identidad al lugar y al tiempo de cada toma. Esperar momentos irrepetibles, caminar entre toda esa festividad, para encontrar nuevas facetas de frescura, formas y color. Para inmortalizar en el devenir histórico. Es dejar convertir la adrenalina hacia la acción de diferentes disparos que expresen un punto de vista personal de lo que se está presenciando y viviendo. Es concentrarse al cien por ciento en cada toma, ya que no sólo actúa la condición de lo irrepetible del momento, también la complejidad de que no es fácil para mí tener otras oportunidades para regresar cada mes a captar esa expresión pura del mexicano. Quinientos kilómetros me separan. No es posible dejar al azar ningún disparo. Mil ojos de gato entran en juego, para que en segundos pueda observar todos los elementos que confluyen, y representarlos en una imagen mental antes del clic. Una primera depuración selectiva entra en juego, donde se busca el mayor número de tomas. Caminar y caminar para encontrar el mejor ángulo de luz y fondo. La adrenalina circula de forma electrizante. Es buscar y buscar, hasta encontrar. Disparar en metralla no es lo mío, pero sí buscar e identificar el mayor número de tomas y de ángulos. ¿Y la satisfacción?… Sé que vendrá después al revisar el trabajo y lo que pueden expresar mis tomas.

Edmundo Gutiérrez.

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